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Los nuevos fondos de ayuda al desarrollo y las huchas de Araceli

Roque San Severino

Las comunidades humanas se definen por los hábitos, las creencias y, también, por las palabras y, en este último aspecto, Balmaseda es una referencia. De castellano recio, completo y de blasfemias abundantes y floridas, la primera villa de Vizcaya se distingue porque el zancarrón o morcillo, para los de Madrid, es pipión; porque los chavales no se hieren jugando en la plaza sino que se mancan; los toros en Balmaseda no embisten sino que amochan y las casas no tienen trasteros sino camarotes. El camarote de Da. Josefina era un sitio de fascinación e ilusión, iluminado por un solo ventanuco que daba directamente sobre la plaza, y que albergaba tesoros de valor incalculable y uso inimaginable. Uno de los más sorprendentes era la acumulación, que no colección, de huchas de la Caja de Ahorros, que todo los años le regalaba una a su marido, por entonces una alta autoridad provincial. Eran unas huchas magníficas, pesadas, de acero pavonado y mango cromado, que dormían el sueño de los justos en el camarote de una casa de, sin embargo, sueldo mirado y, en consecuencia, escasa capacidad de uso de las mismas.

Un día, Araceli, la señora que fregaba las escaleras y, en primavera, en el portal, vareaba los colchones de lana de la casa, le pidió a Da. Josefina tres de aquellas huchas. La buena señora, conocedora de los limitados ingresos de Araceli, le preguntó, no sin cierta sorpresa, que para qué quería ella tres huchas, nada menos. Araceli argumentó que no era para ahorrar, que qué mas hubiera querido ella, sino para organizarse. Explicó que, con sus ingresos y la parte del sueldo que le entregaba el borracho de su marido, alimentaría las huchas, de manera que en una acumularía el dinero para pagar el alquiler, en otra guardaría el dinero para “ir a la plaza”, esto es, comprar alimentos, y en otra la cuota “para los muertos”, es decir, para el seguro de entierro; sus tres grandes conceptos de gasto. Así evitaría, subrayó Araceli, excederse en cualquiera de sus tres renglones, en detrimento de los otros.

El Gobierno español, ha elevado a tramitación parlamentaria un proyecto de Ley por el que el FAD termina su andanza de casi 33 años y pasa a desglosarse en dos: el Fondo para la Internacionalización de la Empresa (FIEM), cuya finalidad declarada es atender a las necesidades del proceso de internacionalización de la empresa española, y cuya gestión corresponde al Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, y el Fondo para la Promoción del Desarrollo (FONPRODE), gestionado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, cuyos recursos están dirigidos por criterios de Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD).

En esencia, los problemas del FAD eran dos. Por un lado, la presión ejercida por los movimientos de asistencia al desarrollo y las restricciones presupuestarias propias de la gestión pública. Desde 1992, los movimientos de asistencia al desarrollo, alentados por determinadas instancias de la propia Administración, emprendieron una larga y, a la postre, eficiente campaña para que los recursos del FAD respondieran únicamente a criterios de desarrollo, desmantelando un instrumento que, en sus orígenes, nació, inequívocamente, como una herramienta para asegurar la competitividad de las empresas españolas en un mundo en el que el elemento financiero era el principal factor de competencia. El uso para el que el FAD fue originalmente concebido terminó por convertirse, no sin su punto de razón objetiva, a los ojos de muchos, en espurio y mercantilista.

Sin embargo, de manera igualmente objetiva, la necesidad para la que fue creado el FAD persistía y la Administración no puede renunciar a un instrumento cuya ausencia puede, simple y llanamente, implicar la desaparición de empresas españolas y de puestos de trabajo en nuestro país. De esta manera, sucesivos gobiernos españoles han tenido que navegar entre Escila y Caribdis, dando, una vez, una de cal a las organizaciones no gubernamentales para el desarrollo y, otra, una de arena a las empresas exportadoras, para, a la siguiente ocasión, invertir los papeles de Rasca y Pica.

En esta  situación, la vigente crisis económica introdujo una restricción adicional a este ejercicio de programación lineal, como fue la presupuestaria. Un Gobierno con un marcado compromiso político de maximizar el esfuerzo público para alcanzar pronto el mítico 0,7% del PIB dedicado a Ayuda Oficial al Desarrollo, se enfrenta a la inevitable limitación presupuestaria. El presente Gobierno, con grandes dosis de ingenuidad, creyó haber triunfado donde todos los demás erraron, y descubrió en el FAD la solución a muchas de sus necesidades de financiación de sus compromisos en materia de AOD. Efectivamente, una parte importante del aumento de la AOD española se ha canalizado a través de este instrumento, bajo la férula del MAEC, pues, hasta ahora, las disposiciones presupuestarias realizadas con cargo al FAD no computaban como gasto público. Eran capítulo 8, activos, préstamos de los que España era acreedora, un simple cambio en la posición activa del Estado. No había, pues, restricción presupuestaria, los objetivos de aumento de la AOD eran alcanzables sin incidencia alguna en el gasto público: todo el “upside” político de la AOD, pero sin el “downside” del gasto público.

Pero, el Gobierno se impone a sí mismo una nueva vuelta de tuerca, un volatín más en este más difícil todavía y es que la AOD española no puede ser generadora de deuda de los países favorecidos por la dicha AOD. Así, pronto surge el dilema de cómo compatibilizar esa fuente ilimitada de recursos para la AOD que es el FAD con la naturaleza crediticia de este instrumento. No tarda mucho en aparecer una aparente solución, consistente en que, a fin de cada año, se hace una limpia y todas las disposiciones, inicialmente realizadas, en el año,  con cargo al mencionado capítulo 8, no generadoras de gasto público, se regularizan y pasan a ser computadas como gasto corriente.

Es obvio que este sistema no tenía continuidad, era insostenible, incluso a corto plazo, y no tardó en surgir el conflicto, al negarse una de las partes de este proceso, la que ejerce la responsabilidad presupuestaria, a seguir autorizando operaciones que, a pesar de su naturaleza inicial, se acaban materializando en un gasto público no programado. En esta tesitura, resurge una ya vieja tesis, cuyas primeras ediciones se remontan ya a hace quince años, por la cual lo más conveniente es cada parte haga frente a sus propias responsabilidades. Así, el componente comercial del FAD, que sí puede articular, fácilmente, una estrategia de canalizar sus operaciones a través de créditos, y que, sin embargo, tiene muchas dificultades para justificar dichas operaciones como AOD, se separa del componente de cooperación al desarrollo, que sí puede justificar sus operaciones desde el punto de vista de la normativa del CAD, institución de la OCDE que supervisa la calidad de los usos de los recursos oficiales dedicados a la ayuda al desarrollo; pero que, sin embargo, tiene enormes dificultades para que dichas operaciones puedan articularse mediante créditos que no generen gasto público. El resultado son dos fondos diferenciados, cada uno con sus ventajas y sus inconvenientes, sus posibilidades y sus limitaciones; pero separados, cada uno respondiendo a su propio conjunto de objetivos parciales, poniendo de manifiesto un nuevo fracaso de la coordinación de la política  exterior española, históricamente, incapaz de gestionar, de manera conjunta, los componentes empresarial y de cooperación.

Sin embargo, persiste la duda de que esta solución, salomónica donde las haya, contribuya a superar las contradicciones señaladas. Por un lado, el FIEM, concebido para la internacionalización de la empresa española, no puede separarse del entorno de la cooperación al desarrollo, pues en él tiene su justificación. Si estas operaciones se separan de dicho entorno y no se computan como AOD, automáticamente, conculcan el capítulo de ayudas y subvenciones de estado de la disciplina de la Organización Mundial del Comercio, que condena tales prácticas. En estas circunstancias objetivas, cabe pensar, sin grandes excesos de imaginación, que las llamadas ONGD volverán, más pronto que tarde, a llamar a las puertas del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, reclamando su  parte alícuota de capacidad de supervisión, control y, en última instancia, decisión sobre este nuevo fondo. Volvemos así a la situación de partida.

Por su parte, el FONPRODE, ahora gestionado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, no cuenta con los instrumentos técnicos y presupuestarios precisos para satisfacer la doble restricción antes señalada. Al ser concebido como un fondo “ómnibus”, capaz de hacer desde donaciones a aportaciones a instituciones financieras internacionales, pasando por “aportaciones de capital” (¿Duplicando al FIEX? ¿Cómo se computan las aportaciones de capital como AOD conforme a la normativa del CAD?),  parece que responde a un modelo con una fuerte carga de discrecionalidad, pero escasamente formalizado en lo instrumental. La AOD canalizada a través el FONPRODE o bien se articula a través de créditos, que aumentan la deuda externa de los países receptores de la misma, o se materializa en donaciones, cuya disponibilidad presupuestaria es muy inferior. Aquí también volvemos a la situación de partida. 

En estas circunstancias y a la vista de estas limitaciones, cabe preguntarse si esta iniciativa gubernamental no es idéntica a la de Araceli, que intentó dar una solución de gestión a un problema que era, fundamentalmente, de capacidad y priorización del gasto. El reciente proyecto de Ley por el que el Fondo de Ayuda al Desarrollo  se divide en el FIEM y en el FONPRODE no genera valor añadido, desde un punto de vista agregado; simplemente, redistribuye temporalmente los mismos conflictos, asemejándose mucho al uso que dio Araceli a las huchas del camarote de Da. Josefina.