Los recuerdos industriales y la competitividad
La crisis industrial vizcaína de la década de los ochenta golpeó fuertemente a Balmaseda. En un pueblo en el que toda lonja era un taller; en el que pasear por la calle era aspirar el olor de la cola de los carpinteros y oír el ruido de los tornos y sierras circulares; en el que la visión cotidiana era la de los hombres vestidos de azul añil, canariera en mano, caminando hacia las fábricas, poco quedó de todo aquello. Así, la Villa más que milenaria se sintió exhausta, arrinconada en unas Encartaciones lánguidas y melancólicas; resignada al turismo capitalino de fin de semana, transformándose en un lustrado retrato de sí misma, para solaz de foráneos; exhibiendo con más dignidad que pudor las remozadas alhajas heredadas de generaciones anteriores más afortunadas. Pero lo que fue puede volver a ser y, si la recesión que nos sobreviene tiene una duración pareja a la crisis que se llevó por delante el coqueto modelo industrial de la margen izquierda, todavía es posible que, en un nuevo doble salto mortal con tirabuzón, la Villa milenaria tenga que volver a inventarse a si misma, en la medida en que el turismo es un gasto superfluo en circunstancias de renta real menguante. Ya se ha argumentado, en ediciones anteriores de estas crónicas, que la suerte económica de la Villa fundada en la umbría del Kolitza no difiere mucho del futuro agregado de la economía española. Ya se otean los ajustes por vía del desplazamiento de los factores – deslocalización, argumenta FUNCAS, y retorno de inmigrantes, facilitado desde instancias oficiales –. Ya se adivina una reestructuración sectorial de la economía, aunque la industria, en reciente proceso de reducción de su actividad, no esté aún en condiciones de tomar el relevo a la construcción. Ahora, como en aquellas sesiones dobles que, en el Coliseo Valmasedano, nos libraban de las largas tardes de sirimiri de nuestra infancia, tras el careo entre dos sospechosos y con un redoble de metal y timbales, la cámara gira hacia el detective para que desentrañe el misterio, desenmascare al culpable y arroje luz sobre el comportamiento verdadero de cada cual. Las mandíbulas se abren y el consumo de pipas se ralentiza; toda la atención de la chiquillería se centra sobre sus palabras y sus gestos. Este es el caso del sector exterior de nuestra economía, que ha pasado de ser el primo tarambana y excéntrico a convertirse en la verdadera esperanza de minimizar los efectos de la crisis que se precipita sobre nosotros, de evitar un lustro de crecimiento “a la portuguesa” y de no tener que arrumbar nuestras esperanzas de cerrar, de una vez y para siempre, el diferencial de renta con Europa. Desde instancias gubernamentales, se ha anunciado el protagonismo que el sector exterior deberá jugar en el proceso de ajuste de la economía española; sin embargo, las medidas anunciadas no parecen corresponderse a la verdadera magnitud de la tarea que se pretende abordar, en la medida en que éstas no son sino la materialización lógica de planes y proyectos diseñados en momentos, ya históricos, en los que la crisis económica no existía para las instancias oficiales. Por consiguiente, aunque meritorias en sí mismas, las recientes propuestas no responden a un escenario económico en el que el fantasma de la recesión es más de este mundo que del otro. La reforma del FAD, hecha más para dar una salida esperanzada y con doce años de retraso a la presión proveniente del mundo de la cooperación al desarrollo, y la insistencia en el planteamiento histórico de que el eje estratégico de la política de fomento de la actividad exterior sean los mercados nacionales extranjeros, no son una gran novedad. En las circunstancias actuales, la economía española tiene, como el proverbial perro pavloviano, un reflejo condicionado como es el de recurrir al sector exterior. Tradicionalmente, a éste se la ha definido como contracíclico, inducido – en la medida en que se exporta exceso de capacidad instalada - y dependiente – por su estrecha correlación con la cotización de nuestra divisa y las históricas devaluaciones competitivas que se han practicado en nuestro país -. Ahora se tiene la esperanza de que el sector exterior tenga un comportamiento contracíclico; pero en un contexto en que no se tiene un exceso de capacidad en la industria de bienes comercializables y nuestra divisa, lejos de tener la expectativa de depreciación, antes bien parece que se va a apreciar frente al dólar. En estas condiciones, la política pública debe ser otra; la clave está en la competitividad. Admitida esta realidad, la lógica consecuencia sería plantearse cuáles han de ser las medidas de política económica que, en el actual contexto español de una economía inmersa en una unión económica y monetaria, son posibles y viables. La primera de dichas medidas debería ser un aumento de la tasa del IVA, hasta alcanzar el 20%, con una finalidad muy específica como es permitir la financiación de la Seguridad Social tras una reducción, simultánea, de, al menos, tres puntos en las correspondientes cuotas patronales. Esta medida, que aunque implique un aumento de los precios al consumidor no tiene porqué tener efectos inflacionistas, tiene, básicamente, un triple efecto sobre el sector exterior de la economía: - En primer lugar, el aumento de precios al consumidor final tendrá un efecto disuasorio al consumo, restando dinamismo a las importaciones y, posiblemente, contribuyendo a generar un cierto excedente de capacidad y, en consecuencia, de potencial exportador, dentro del sector de los bienes comercializables. - En segundo lugar, implica un importante cambio en la estructura del escandallo de la oferta exportadora española, sustituyendo costes, como es el caso de las cotizaciones patronales, por un impuesto desgravable en frontera, insuflando a la oferta exportadora y sólo a ésta una competitividad exactamente igual a la mencionada reducción en las contribuciones sociales. - En tercer lugar, el aumento de la recaudación fiscal que no se destine a la devolución de impuestos en frontera puede dedicarse a compensar mayores desgravaciones en la fiscalidad directa que fomenten el ahorro privado, contribuyendo a reducir las necesidades de endeudamiento neto con el exterior, así como la inversión productiva. Paralelamente, es necesario admitir que, en una economía abierta, una decisión de internacionalización es una decisión de crecimiento, en tanto que una decisión de competitividad es una decisión de supervivencia. Por este motivo, en el contexto de una crisis económica como la presente, que, necesariamente, entraña una modificación de la estructura sectorial de nuestro sector productivo, el énfasis ha de ser puesto en la competividad, entendido como la suma de internacionalidad e innovación. Para ello, parece imprescindible una reforma del ICEX, a fin de transformarlo en una auténtica agencia nacional de competitividad, concebida como un “one stop shop” que, de manera, global, preste servicios de refuerzo de la competividad a las empresas españolas. La superación del binomio país-sector de la política tradicional de fomento de la exportación y su sustitución por criterios más modernos basados en la actuación, a nivel de empresa y de cluster, sobre las variables estratégicas de la competividad como son el precio, el producto, la distribución, la promoción y el riesgo, exige la citada integración de las políticas de internacionalización y de innovación. Consustancialmente a estos nuevos planteamientos, el aparato de la Administración dedicada al fomento empresarial tendrá que conocer un profundo replanteamiento organizativo que abarque tanto a su estructura, como a su proceso de planificación estratégica y criterios de diseño y selección de su oferta de servicios. Ciertamente, si la aplicación de la primera medida propuesta implica la concitación de muchas voluntades, esta segunda exige torcer más de un brazo, pues conlleva la revisión de varias instancias de la Administración, la redistribución de no pocas competencias y la redefinición de numerosos criterios de decisión. Las actuales estructuras administrativas dedicadas a la internacionalización y a la innovación datan de principios de los años ochenta. La realización de una política de internacionalización sin una dimensión de innovación es improductiva y la aplicación de medidas de innovación sin un complemento de internacionalización es, simplemente, ineficiente. Gana adeptos la teoría de que la solución a la presente crisis económica española pasa por una recesión competitiva que emule los efectos de una imposible devaluación; sin embargo, este planteamiento agregado tiene que verse acompañado por iniciativas de carácter microeconómico que faciliten y minimicen los costes del tránsito de un modelo de crecimiento a otro nuevo, que, inexorablemente, tendrá que basarse en la competividad. Difícilmente, puede Balmaseda volver a ser un pueblo industrial de grasa e hilacha, azul mahón y sirena de turno. Sin embargo, la Villa se encuentra ante una disyuntiva, pues no parece que el modelo turístico tenga mucho recorrido: convertirse en una ciudad dormitorio con mejores vistas que Otxarkoaga o desarrollar nuevas habilidades y venderlas más allá de El Berrón. No parece que la suerte del resto de España sea muy diferente. |