La partida de la nueva política industrial
Magdalena Cadagua
Analista de Iberglobal
Se divisa un nuevo componente de la política económica europea: la política industrial. Es necesario decidir qué papel desea jugar España y las estructuras de diseño y ejecución que creará al efecto, según comenta Magdalena Cadagua, analista de Iberglobal.
Las aún muy recientes elecciones europeas trazan un panorama de distribución del poder político altamente novedoso. El auge del populismo, igual, independientemente del signo o apellido que escoja, se caracteriza por abogar por soluciones simples para problemas complejos. No hay nada más fácil que prohibir; no hay nada más simple que la fuerza. Ni siquiera la economía, ciencia lúgubre, según Carlyle, y, en consecuencia, pretendidamente seria, se libra de propuestas a medio cocinar, más que osadas, aventureras.
Durante la campaña electoral se ha oído de todo, pero brilla por su ausencia la reedición de los verdaderos debates estructurales: la competencia y la responsabilidad fiscal, la mutualización de la deuda, los límites de la unión monetaria. Por el contrario, y apremiados por una cotidianeidad agobiante, han primado debates sobre la inmigración, la resiliencia frente al exterior y los riesgos geopolíticos.
El giro del gran debate político europeo está claro. La prioridad está en el exterior; porque de ahí surgen nuestros problemas, dicen algunos. Los cambios y las reformas de nuestras estructuras e instituciones son secundarias. Pueden esperar.
Pero todo eso ya es agua pasada, poco más que carnaza para la reflexión más o menos erudita. Pronto el eje del debate político europeo serán los equilibrios necesarios para la constitución de la nueva Comisión, quién será su presidente y a quién le caerá la lotería de un puesto u otro.
Sin embargo, en esta ocasión, parecería que sí asoma una novedad como es la posible creación de una Vicepresidencia para Política Industrial, lo cual no deja de ser curioso, pues la Comisión carece de competencias específicas en este ámbito, más allá de controlar la espita del presupuesto de la Unión Europeo. Así, lejos del retorno a la austeridad fiscal post-COVID que muchos reclaman, otros predicen y de la que algunos abjuran, lo más probable es que volvamos a vivir una época de alegría en el gasto, al albur de operaciones industriales encaminadas a reforzar la soberanía y la resiliencia económicas.
España necesita estar en este debate y necesita jugar sus cartas. No puede hacer seguidismo ni de la geopolítica interesada y fracasada de Alemania ni arredrarse ante el estatismo manifiesto galo o tácito italiano.
Pero antes, hay que poner la casa en orden y preguntarnos si nuestro país cuenta con el entramado institucional para pergeñar, proponer y gestionar opciones de política industrial. La respuesta, forzosamente, ha de ser negativa. La SEPI, sencillamente, no sirve. Hoy es un mero tenedor de acciones por cuenta del Estado, centrado en el control contable e incapaz de proponer ni idear opciones estratégicas para sus participadas.
Pero esto puede ser un auténtico “blessing in disguise”, pues la prioridad ha de ser el desarrollo de una política industrial en consorcio con el sector privado, la auténtica “public-private partnership”, antes que revitalizar organismos más propios de otros tiempos y otros regímenes.
La simple mención de la política industrial y más en un contexto de concierto con el sector privado, inmediata y automáticamente, suscita, entre economistas y políticos, el temor, por no decir, pavor, a la captura de rentas. La solución no es la reinvención de organismos centralizadores y burocratizados, como algunos propugnan, ni la simple negación de la tentación con la esperanza de acabar con el pecado. La suerte está echada; las cartas están a punto de repartirse. Sólo nos queda decidir qué papel queremos que juegue nuestro país en esta partida.