Una nueva política industrial: el pasado versus el futuro
Magdalena Cadagua
La nueva política apunta a convertirse en uno de los principales protagonistas de la política económica. Esta novedad ha alimentado un debate que exige mucho rigor, no pocas puntualizaciones y un concepto claro de la estructura de la Administración necesaria para la gestión de dicha política pública: una política industrial centrada en la competitividad y cuyo protagonista es la empresa privada.
Los cambios exigen adaptación, los grandes cambios exigen grandes adaptaciones y la política económica no puede refugiarse en una visión que, sencillamente, ya no se corresponde con la realidad actual. Así, frente a la evidencia innegable de que las otras grandes potencias económicas globales, EE.UU. y China, han desempolvado la política industrial, parece que la UE se despereza. No deja de ser indicativo que el primer punto de la declaración de objetivos de la Presidencia española del Consejo de la UE se dedique, precisamente, a la política industrial. A partir de esta nueva prioridad, se pueden tomar dos cursos de acción: negarla o intentar influir en ella.
De la misma manera que se plantea la reforma de la actividad financiera pública, el nuevo reto de la política industrial exige una reforma de la Administración encargada de diseñarla y ejecutarla. Pero dicha ordenación y racionalización de la actividad financiera pública no implica la recreación de la antigua banca pública, al igual que la inevitable reforma administrativa para atender a las necesidades de gestión de la política industrial no puede significar el desenterramiento del INI. Nadie va a pedir la devolución del palacete de la plaza del Marqués de Salamanca ni se vuelve a abrir la sala de urgencias del hospital de empresas.
Las políticas económicas no deben ser valoradas en función de los instrumentos en que se materializa su ejecución sino a partir de los objetivos que persiguen. Así, aquella política industrial que se apoyó en instrumentos como el INI u otros grupos empresariales de adscripción ministerial, aún existentes, respondía, por motivos políticos e históricos, a objetivos de autarquía y desarrollismo hoy superados. Por el contrario, los objetivos de la política industrial que hoy se plantea son de competitividad. En una economía abierta como la europea no podría ser de otra manera.
Pero hay, además, un segundo rasgo, posiblemente más relevante, que diferencia estas dos visiones de la política industrial y es el del protagonista último de la misma. Frente al estatalismo de antaño, el nuevo protagonista de la política industrial es la empresa privada. Será ésta quien, a partir de los estímulos públicos, desarrollará productos, asumirá riesgos y actuará en los mercados. Así, efectivamente, habrá que reconsiderar el papel y la ubicación administrativa de los diversos y dispersos grupos empresariales públicos, el contenido y objetivos de herramientas básicas como el CDTI, el CIEMAT u otros fondos y recursos financieros gestionados por diversas instituciones públicas y todo ello para que la empresa privada esté en condiciones de desarrollar tecnologías, aplicaciones y productos competitivos.
Una política industrial centrada en la competitividad y cuyo protagonista es la empresa privada, ésta es una visión novedosa que debe espantar todo fantasma de un pasado que fue y cuya retorno, de hecho, nadie reclama.