La reforma de la Administración Pública: otra exigencia para la competitividad
Magdalena Cadagua
La competitividad española no puede ser una tarea reservada al sector privado, también incumbe al sector público. Para ello, una reforma de la Administración Central, cuyo modelo está, definitivamente, agotado, parece insoslayable.
Todo lo humano es, por naturaleza, temporal, lo contrario de lo permanente, perenne, atemporal. Todo menos la estructura organizativa de la Administración española que data, agárrense, de 1984, cuando la llamada Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública estableció el vigente sistema de treinta niveles para la clasificación laboral y administrativa de los funcionarios. El nivel treinta, reservado para subdirectores generales y asimilados, fue establecido como de “libre designación”. Desde entonces, ninguna reforma efectiva y sí mucha evolución, al punto de que, por ejemplo, de los 1.500 Inspectores de Hacienda destinados en la Agencia Tributaria, cerca de 800 están sometidos a los vaivenes de la mencionada “libre designación”.
La desidia legislativa de los últimos 39 años, de hecho, ha transformado un diseño inicial de Administración profesional en una Administración central más próxima al “spoils system” sajón, con todo lo que ello conlleva de clientelismo, patronazgo y pérdida de objetividad técnica y profesional. Este proceso, a su vez, se ha visto reforzado por el aumento de asesores y el incremento en la dotación de gabinetes. El resultado es una Administración central fuertemente desmotivada, hipertrofiada en determinados estratos, anticuada en muchos de sus procedimientos, crecientemente desestructurada, parcelada en la distribución de responsabilidades y competencias, cada vez más alejada del ciudadano e internamente carente de equilibrios operativos.
Esta Administración central española de hoy es el resultado de una dialéctica ya estéril entre Hacienda, más preocupada por el gasto que por la eficiencia, y Administraciones Públicas, más preocupada por los procedimientos que por los resultados. La ausencia prácticamente total de KPI’s, la transformación de la “productividad” en un simple complemento retributivo automático para el trabajo por las tardes, la generalización indiscriminada y carente de control del régimen de cita previa, el absentismo y la consideración del teletrabajo como una conquista sindical son todos síntomas de un mal más profundo.
Así, la pregunta del momento ha de ser si una Administración central de estas características está en condiciones de proporcionar servicios y capacidad de gestión para una sociedad crecientemente en competencia. El conocido “diamante” de Michael Porter, fundamento gráfico de su teoría de la competitividad de las naciones, incluye un componente determinante de dicha competitividad como es el de la actividad pública, que denomina, genéricamente, “government”. Así, en estos momentos de balances, propuestas e iniciativas, hemos, forzosamente, de preguntarnos si la estructura actual de la Administración central española es, en su conjunto, un incentivo o un lastre para la competitividad española.